(Para mis amigos en todas las latitudes y cruces ficticios del mundo)
La primera vez que crucé
la línea imaginaria del Ecuador,
sentí en mi cuerpo
un sudor húmedo
como si anduviera sin andar
por calles imaginarias de Guayaquil,
y soñé sin soñar
con aquellos muchachitos
que se zambullen en el río
para atrapar con los dientes
las monedas
que lanzan los turistas;
y odié sin odiar
al capitán del barco,
odié a los cocineros sin odiarlos del todo,
odié a los que sirven en las mesas
y acaparan manzanas
para hacer una miserable fortuna;
vayan, pues, a Guayaquil, bajen en la Ensenada,
allá los espero
para contarles con pelo y señales
el porqué
odié una pareja de portugueses
que compartía la cena con nosotros,
y soñé sin soñar
que recorría tu cuerpo duro
como si anduviera sobre
adoquines coloniales
de la antigua calle de Cristóbal Colón,
el descubridor de todo sin descubrir nada,
simples rayas embusteras
que provienen
de coordenadas geográficas
que pasan por encima
de famosas islas ya borradas
con el humo de los coches;